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Personajes de "La llamada de Cthulhu"

This article is part of the series "[Cthulhu: Hijos de un dios sin nombre]".

Henri Sagnedeux (Jorge)

Mi nombre es Henri Sagnedeux, aunque nadie me conoce por otro apelativo que no sea “Henry”. Hijo de un joven médico francés viudo “destinado” a las colonias en la Guayana francesa, pronto frecuenté ambientes poco recomendables, de los que saqué profundos conocimientos en materias nada ortodoxas. La temprana muerte de mi padre y graves conflictos con las autoridades propiciaron que, mintiendo sobre mi edad, me alistase en la Legión Extranjera. Ello me brindó estudios (inglés para destinos en ultramar, primeros auxilios básicos, manejar todo lo que tenga un motor), un fabuloso campo abonado para mi natural don con todo tipo de armas o sin ellas y un nuevo comienzo con la nacionalidad completa “por la sangre”.

Sirviendo en Indochina, presencié una lamentable escena en la que un oficial inglés en un estado bastante deplorable podía haber terminado “MIA” en una reyerta en un fumadero ilegal. Desde ese día, todo noble borrachín y pendenciero necesita un chófer de confianza que le cubra las espaldas.

Siendo ya Sir Richard un ocultista “pijo” masónico, parte de su afición por los Auténticos Mitos se la he transmiti yo,traida muy arraigada en mi interior de los oscuros años en la jungla en los que antes de cada fechoría en nuestra banda mezcla de criollos, brasileiros, descendientes de esclavos, etc. (lo mejorcito, vamos …), se celebraban oscuros rituales para favorecer a los nuestros y debilitar a nuestros enemigos.

Lo demás alrededor de mi persona son cábalas fomentadas por mí para no desvelar nada de mi pasado (nunca he sido un descerebrado, un psicópata o un asesino aunque he matado en defensa propia, por mi país o por mis compañeros de armas y sin excesivos escrúpulos) . Sir Richard es la persona viva que más sabe de mí, y aún así a veces olvida mi origen francés…. (Aunque según qué noches incluso olvida su origen inglés…)

Aaron Lippmann (Ricardo)

Aaron Lippmann fue un niño endeble y algo delicado. Su salud nunca fue su fuerte, y ya de niño tuvo que ausentarse en bastantes ocasiones de sus clases regulares debido a los frecuentes ataques de asma que tenía. Al menos, ese tiempo fue aprovechado recibiendo clases particulares de música con un importante profesor local quien, finalmente, acabó apadrinandolo para entrar en el conservatorio de Arkham, donde se dedicó a la composición y a la interpretación del piano con notable éxito.

Fueron buenos años esos: Sus obras eran interpretadas con frecuencia por las orquestas de las cercanías, e incluso alguna llegó a tener notoriedad a nivel nacional, y su talento como pianista había saltado ya de los círculos locales. Fue entonces cuando conoció a la señorita Elizabeth Peckham, soprano de notable belleza y también creciente fama: la relación entre ambos parecía inevitable y así fue, siendo celebrada por sus colegas de profesión como una segura mejora para el arte. Cierto es que sus padres no estaban de acuerdo con la elección de su hijo, por ser ella de diferente religión, pero ese fue para él un problema menor al que nunca dio mayor importancia.

Dos años después de su matrimonio la pareja concibió un hijo, que no llegó debido a que en un desgraciado accidente Elizabeth murió atropellada por un coche de caballos que se había desbocado debido a que, como más tarde se comprobó, una avispa había picado a uno de los animales de tiro. Esto sumió a Aaron en una profunda depresión que le hizo abandonar casi completamente el mundo de la música. Comenzó a frecuentar círculos religiosos hebreos que le prometieron poder contactar con su añorada Elizabeth mediante usos poco ortodoxos de la cabala. El contacto con ellos fue, como era de esperar, poco productivo, pero al menos le sirvió para contactar con otros grupos oscurantistas que tenían tradiciones diferentes y conocimientos más ocultos, pero mucho más eficaces.

Rixby Willowfrost (Carlos)

Soy Rixby Willowfrost, psicologo de formación. Licenciado en la universidad de Massachusetts. De unos 45 años de edad, y complexion fuerte. En la universidad, remaba activamente y pude acudir a las olimpiadas de Amberes de no haber sufrido una lesion de espalda.

Desde hace algún tiempo las visitas de los pacientes se han cobrado complejidad, y he empezado a experimentar un severo estrés, lo que me ha llevado a comenzar a probar distintos cocketeles de drogas que yo mismo preparo, pero yo controlo.

Gozo de una posición social acomodada como consecuencia de mi actividad profesional, pero ultimamente mis finanzas son erráticas y parece que sale mas dinero del que entra, no se donde se me va la pasta.

El contacto con los mitos, se debe a varios pacientes que parecen formar parte de la misma organización y que cuentan una historia común acerca de unos bichos que viven en las profundidades del océano, váyase usted a saber.

Y esta es mi historia, al albedrio del master como siempre.

R. L. Willowfrost

Ph. D. Psychology

35 North Street

Plymouth, MA 02360

Estados Unidos

Sir Richard Willoughby-Rhyme (Joqui)

Sir Richard Willoughby-Rhyme. El título lo consiguió del Rey Jorge V, más por la influencia de su familia que por sus méritos personales, y de la abundante herencia familiar le queda bastante menos de lo que está dispuesto a admitir, fruto de su afición por la buena vida, las artes y los excesos.

Rondando los 40 años, de complexión delgada y salud algo frágil, pero con una gran afición por la esgrima, la equitación y las armas de fuego.

Culto y aficionado a las ciencias ocultas, ha frecuentado varios círculos masonicos y ocultistas donde ha empezado a oír hablar de los Mitos y de aquel que no tiene nombre.

Lucas Corso (Daniel)

Conocí a Lucas Corso cuando vino a verme con La Divina Comedia bajo el brazo. Corso era un mercenario de la bibliofilia; un cazador de libros por cuenta ajena. Eso incluye los dedos sucios y el verbo fácil, buenos reflejos, paciencia y mucha suerte. También una memoria prodigiosa, capaz de recordar en qué rincón polvoriento de una tienda de viejo duerme ese ejemplar por el que pagan una fortuna. Su clientela era selecta y reducida: Los más adinerados y oscuros bibliófilos de América y Europa, y una veintena de libreros de Nueva York, Chicago, Boston, Whashington, Los Angeles, Londres Milán, París,Barcelona o Lausana, de los que sólo venden por catálogo, invierten sobre seguro y nunca manejan más de medio centenar de títulos a la vez; aristócratas del incunable para quienes pergamino en lugar de vitela, o tres centímetros más en el margen de página, suponen miles de dólares.

Chacales de Gutenberg, pirañas de las ferias de anticuario, sanguijuelas de almoneda, son capaces de vender a su madre por una edición príncipe; pero reciben a los clientes en salones con sofá de cuero, vistas a Central Park o al lago Constanza, y nunca se manchan las manos, ni la conciencia. Para eso están los tipos como Corso.

Se descolgó del hombro una bolsa de lona y la puso en el suelo, junto a sus zapatos Oxford sin lustrar, antes de quedarse mirando el retrato enmarcado de Rafael Sabatini que tengo sobre la mesa de despacho, junto a la estilográfica que utilizo para corregir artículos y pruebas de imprenta. Eso me gustó, pues las visitas suelen dedicarle poca atención; lo toman por un viejo pariente. Yo acechaba su reacción y observé que sonreía a medias al sentarse: una mueca juvenil, de conejo al cabo de la calle; de esas que captan de inmediato la benevolencia incondicional del público en cualquier película de dibujos animados. Con el tiempo supe que también era capaz de sonreír como un lobo despiadado y flaco, y que podía componer uno u otro gesto según lo exigieran las circunstancias; pero eso fue mucho más tarde. En aquel momento resultaba convincente, así que resolví arriesgar un santo y seña:

—Nació con el don de la risa —cité, señalando el retrato—… y con la sensación de que el mundo estaba loco…

Lo vi mover despacio la cabeza, con gesto lento y afirmativo, y experimenté por él una simpatía cómplice que, a pesar de todo cuanto ocurrió después, aún conservo. Había sacado de alguna parte, escamoteando el paquete, un cigarrillo sin filtro tan arrugado como su viejo gabán y sus pantalones de pana. Le daba vueltas entre los dedos, observándome a través de las gafas de montura de acero torcidas sobre la nariz; con el pelo, que le encanecía un poco, despeinado sobre la frente. La otra mano la mantenía, del mismo modo que si empuñase una pistola oculta, en uno de los bolsillos: fosos enormes deformados por libros, catálogos, papeles y —también lo supe más tarde— una petaca llena de ginebra Bols.

Frunció un momento el ceño, comprobando si olvidaba algo, y después se quitó las gafas, echó aliento a los cristales y se puso a limpiarlos con un pañuelo muy arrugado que extrajo de los insondables bolsillos del gabán. Bajo la falsa apariencia de fragilidad que le daba aquella prenda demasiado grande, con sus incisivos de roedor y el aire tranquilo, Corso era sólido como un ladrillo obstinado. Tenía unas facciones afiladas y precisas, llenas de ángulos, enmarcando unos ojos atentos, siempre dispuestos a expresar una ingenuidad peligrosa para quien se dejara seducir por ella. A veces, sobre todo cuando estaba quieto, daba la impresión de ser más desmañado y lento de lo que era en realidad. Pertenecía a esa clase de tipos desamparados a quienes los hombres ofrecen tabaco, los camareros invitan a una copa extra y las mujeres sienten deseos de adoptar en el acto. Después, cuando caías en la cuenta de lo que estaba ocurriendo, era demasiado tarde para echarle el guante. Galopaba en la distancia añadiendo muescas a su navaja.

Corso tomaba notas. Puntilloso, desaprensivo y letal como una mamba negra, lo definiría después uno de sus conocidos, cuando salió el nombre a colación. Tenía un modo singular de situarse frente a otros, de mirar a través de las gafas torcidas y asentir despacio con cierta duda razonable y bienintencionada; igual que una furcia al encajar, tolerante, un soneto sobre Cupido. Como dándote oportunidad de rectificar antes de que todo aquello fuera definitivo.

Guardó el bloc en el bolsillo del gabán mientras se levantaba, colgándose al hombro la bolsa de lona. No pude menos que detenerme a considerar su aspecto equívocamente apacible, con aquellas gafas metálicas nunca estables sobre la nariz. Más tarde supe que vivía solo, entre libros propios y ajenos, y además de cazador a sueldo era experto en juegos de simulación napoleónicos, capaz de reproducir sobre un tablero, de memoria, el orden de batalla exacto en la víspera de Waterloo: una historia familiar, algo extraña, que hasta mucho después no llegué a conocer del todo. He de admitir que, evocado así, Corso parece desprovisto del menor atractivo. Y sin embargo, ateniéndonos al rigor con que narro esta historia, debo precisar que en su desmañada apariencia, justo en aquella torpeza que podía ser —ignoro cómo lo conseguía— cáustica y desamparada, ingenua y agresiva al mismo tiempo, acechaba eso que las mujeres llaman gancho y los hombres simpatía. Positivo sentimiento que se esfuma cuando nos palpamos el bolsillo para comprobar que acaban de quitarnos la cartera.

Mike McColuogh (Diego)

Tu nombre es Mike McColuogh, un investigador privado de origen irlandes. No, no eres un borrachín, pero sí que eres un católico bastante devoto, que siempre lleva encima su estampa de la Virgen Maria para protegerte, no solo del peligro físico, sino del espiritual. Estás acostumbrado a bendecir la mesa y rezar antes de acostarte, pero no eres un ultraortodoxo evangelizador (esto lo matizas).

Sueles llevar una vida honrada, aunque tienes un pequeño pecadillo, que son las apuestas ilegales en el boxeo. Debido a eso, tienes una pequeña deuda que pagas a plazos religiosamente, con los ingresos que obtienes de tu oficina de investigación, donde desarrollas tu actividad profesional. Te dedicas sobre todo a atender investigaciones de fraudes del seguro, robos menores y asuntillos personales de todo ámbito que requieren de una persona discreta (y económica).

Tu padre aun vive, y tienes una hermana en Nueva York, con la que mantienes un escaso contacto via carta. No se te conocen otras relaciones personales permanentes.

Niniveh (Benigno)

Nicolas Murtagh (Juanjo)

Relaciones

Henri Sagnedeux (Jorge) - Mike McColuogh (Diego):

Todos tenéis vuestros pecados y debilidades, y a vosotros (aparte de fumar opio o sustancias similares), siempre os gusta apostar algo de dinero en timbas ilegales. Tenéis el mismo corredor de apuesta, y soléis coincidir en los mismos tugurios para ver el combate y echar un trago, si se tercia. Habéis mantenido alguna conversación informal acerca del derechazo de Benny Leonard.

Aaron Lippmann (Ricardo) - Henri Sagnedeux (Jorge)

A vosotros no he conseguido encontrar una razón para conoceros sin forzar demasiado las razones. Dadme un motivo para conoceros.

Rixby Willowfrost (Carlos) - Aaron Lippmann (Ricardo)

Ambos habéis sido miembros del Círculo Musical de Arkham, y habéis disfrutado de veladas musicales juntos. El señor Willowfrost ha atendido a conciertos dados por el señor Lippmann, e incluso le escribió un par de tarjetas de felicitación. Hasta el accidente, vuestra relación ha sido cordial.

Richard Willoughby-Rhyme (Joqui) - Rixby Willowfrost (Carlos)

Ambos habéis miembros de la misma fraternidad universitaria, la Zeta Lambda Epsilon, donde habéis compartido salones de debate, fiestas y recepciones. Aunque no sois de la misma quinta, habéis participado en varias actividades juntos. Cada dos años, coincidís en la fiesta de ex miembros de la Fraternidad.

Lucas Corso (Daniel) - Richard Willoughby-Rhyme (Joqui)

Relación comercial de compra venta de libros usados. Lucas Corso ha servido de agente comercial para dar salida a viejos volúmenes del señor Willoughby-Rhyme, o para adquirirle nuevos titulos.

Mike McColuogh (Diego) - Lucas Corso (Daniel)

Habéis colaborado juntos en la investigación de un robo en la mansión Etheridge, donde unos ladrones sustrajeron varios objetos de valor, entre ellos un incunable. Vuestra colaboración fue clave para que la policía detuviera y condenara a los ladrones, y recuperarais el libro.